El pequeño viajero

 

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Con las primeras luces del alba, el pequeño viajero desembarcó junto con la tripulación del Queen Ann, procedente de Bombay. Un bote llevó a los hombres hasta las dársenas. El pequeño eligió como compañero a Jim Welch, y junto a él fueron los primeros en apearse en tierra firme. Jim lanzó un irreverente bostezo frente a la capital y estiró sus brazos. Desde el día anterior se sentía cansado, le dolía la cabeza, la boca pastosa. Se encaminó hacia la taberna más cercana con su pequeño acompañante y pidió una botella, que llevó al primer piso, hasta la tina con agua caliente. Salió limpio y tan borracho como para no darse cuenta de las pequeñas manchas rojas que le habían aparecido en la piel. Por la tarde buscó una ramera al alcance de su bolsillo y presuroso se metió en un callejón, luego dentro de ella. La muchacha se llamaba Mary Stone, tenía dieciocho años y había emigrado desde el norte a la capital en busca de fortuna. Aguardó paciente a que Jim concluyera, después se bajó la falda y embolsó el dinero. El pequeño quedó encantado por su calidez y se le pegó como un hermano. A la semana se les vino encima el imponente maestre de raciones del Seagull, un barco mercantil que partía hacia Boston. Mary, de espaldas a la pared, aguantaba los embates de la bestia intentando no golpearse la cabeza. Para Dick Malloy, el mes y medio de alta mar y castidad que le esperaba bien valían esa última clavada. Para Mary era dinero fácil a pesar de los mareos que la afligían desde el día anterior. Para el pequeño, era la oportunidad para que lo llevasen a América.
Las manchas en las amplias espaldas de Dick, y sobre su cara rubicunda, aparecieron en medio del Atlántico. Consiguió ocultar la fiebre y los vómitos hasta que atracaron en Boston, para evitar que el barco fuera puesto en cuarentena. Junto al pequeño amigo acabó jugándose la paga en una tasca de poca monta, contra un sargento de fortuna descomunal. El marinero y el soldado bebieron de la misma botella durante toda la tarde. Un par de semanas más tarde el pequeño se dirigía hacia Québec, junto al sargento Blackwell, apremiado por un fuerte dolor de cabeza hacía lo correcto con una base errada: maldecir el ron.
En Québec, el sargento compró un abrigo de piel de castor para combatir los escalofríos que lo aquejaban, ahuyentando el fantasma de una fiebre peligrosa. El vendedor era un mercader de San Lorenzo, que se pasaba todo el año iba de aquí para allá por el río. Aparte del dinero, Blackwell dio al peletero su manta de buena lana inglesa, sin darse cuenta que el pequeño estaba escondido en su interior. El mercader volvió a partir rumbo al sur en un barco de línea y llegó hasta el lago Ontario, después a Oswego, en la otra orilla. En el mayor centro de intercambios al oeste de la costa, el señor Monroe -que así llamaba el mercader- compró abrigos de piel a los cazadores Onondaga, a cambio de ron y mantas. Incluida la del sargento Blackwell, que fue a parar a las manos de Perro Negro, el cual a su vez la trocó por un cuchillo. La manta acabó arropando a un recién nacido en un pueblo cerca del Lago Oneida. El niño se cubrió de pústulas y al cabo de un par de semanas murió. A esa altura del viaje, el pequeño viajero, mundialmente conocido con el nombre de Viruela Mayor, estaba bastante crecidito y listo para probar fortuna en el Nuevo Mundo, como cualquier otro colono. Su viaje apenas había comenzado.


05 February 2007

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